En mitad del desierto, donde un día estuvo la gran ciudad de Persépolis, hoy sólo permanecen en pie dos grandes esfinges. Cuenta la leyenda, que estas esfinges eran la puerta de un gran salón que conducía a los embajadores extranjeros hasta los pies del Gran Emperador de los Persas.
El Gran Emperador de los Persas era el hombre más rico y poderoso sobre la tierra. Vivía rodeado de hombres sabios y de bailarinas de increíble belleza. También estaba rodeado de grandes tesoros. Estatuas hechas de Ébano traído del Líbano. Rubíes de las minas del Rey Salomón. Topacios traídos de las tierras donde adoraban al “ReyMono”.
Entre los hombres sabios que le rodeaban, había arquitectos y magos, que miraban las estrellas y leían en ellas el destino del Gran Emperador. Así fue que uno de ellos vio en las estrellas un mal augurio para su señor. Sin tardar, le contó al Gran Emperador que había visto como un hombre que venía de lejos traería la destrucción a su corte. El Emperador encargó entonces a sus arquitectos y magos que construyeran una trampa para atrapar a aquel hombre. Después de muchos días consultando las estrellas y debatiendo cual sería la mejor trampa para atraparlo, pensaron que deberían construirla en el camino que llevaba a los pies del Gran Emperador en el Salón de las Audiencias Públicas. Construyeron dos esfinges gigantescas. Una a cada lado del camino. No eran unas esfinges ordinarias. Eran dos esfinges mágicas. Estaban diseñadas para atrapar el alma de aquel que trajera la destrucción a la corte del Gran Emperador.
Un día, un emisario llegó de tierras lejanas. Era un hombre sabio, pero joven; ni muy rico, ni muy pobre. Se alojó con los otros emisarios que iban a ver al Gran Emperador en unas dependencias especiales. Por la noche, como se hacía siempre, la corte del Gran Emperador, al completo, organizó una gran fiesta para agasajar a todos los emisarios. En ella, las bailarinas del Gran Emperador bailaron para ellos. De entre todas ellas, el emisario, ni rico ni pobre, se fijó en una. Ella era bella como las otras. Ni alta, ni baja, pero en sus ojos brillaba una llama que encendió el alma del emisario. Ella bailó para él. Ambos se amaron en ese instante, sin saber más el uno del otro. El emisario tomó una determinación. Pedir al Gran Emperador la mano de aquella bailarina en la audiencia ante el Gran Emperador.
Cuando le llegó su turno fue llamado para la audiencia. Atravesó el salón con paso tranquilo, sin poder apartar sus ojos de los de la bailarina, que le miraba enroscada en los cojines de seda desde el otro lado del Gran Salón. Pero al llegar junto a las esfinges que señalaban el camino al Salón de las Audiencias, estas brillaron extrañamente. El emisario pareció perder el color del semblante, como si se desdibujara. Poco a poco fue desapareciendo, hasta que no quedó nada de él. La bailarina, al otro extremo del Salón, le vio desaparecer hasta llegar a formar parte de las piedras del Palacio. Se levantó y fue hacia ellas. Las golpeó con sus puños, para romperlas, para buscar en sus pedazos a aquel hombre que amaba. Pero sus golpes se apagaron con un eco sordo sobre las esfinges. Entonces, se giró hacia el fuego que iluminaba la estancia. Era un gran caldero con aceite que siempre permanecía ardiendo. Empujándolo con todas sus fuerzas lo hizo caer sobre las alfombras que cubrían el suelo. El fuego se extendió rápidamente por todo el Palacio. Las vigas se desmoronaban sobre los Pilares y estos terminaban cayendo al suelo. No quedó piedra sobre piedra. Toda la corte del Gran Emperador fue destruida. Y así se cumplió la profecía que las estrellas predijeron. Aquellas esfinges habían atrapado al hombre que había traido la destrucción a la corte del Gran Emperador. A veces las estrellas son caprichosas y juegan con el hombre. Así los magos que leyeron sus augurios en ellas, desconocían que aquellas esfinges destinadas a proteger la corte del Gran Emperador, eran también el arma que propiciaría su destrucción. Precisamente ellas, las dos grandes esfinges, que aun hoy nos miran en medio del desierto se mantuvieron en pie. Seguramente por la magia que las unía. O por el alma de aquel hombre, ni rico, ni pobre encerrada en su interior. La bailarina permaneció días a sus pies. Maldiciendo a las estrellas que habían urdido aquella trampa. Y poco a poco fue consumiéndose a los pies de las esfinges. La magia que rodeaba aquel lugar, la maldición de las estrellas fueron calando en sus huesos, mientras el viento del desierto la azotaba, abrazada a las esfinges. Así, la bailarina al calor de los rescoldos del viejo palacio fue convirtiéndose en ceniza. Una ceniza blanquecina y fina. Sin dejar de ser ella, tomó la forma de una ceniza ligera que se alió con el viento para viajar con él. Y es así que desde entonces hace el amor con su amante. Por las noches. Cuando el desierto está oscuro y frio. El viento la arrastra en sus brazos. Ella se cuela en los resquicios de la piedra. Y es entonces que puede tocar a su amante. Hay beduinos que viajan por el desierto en sus interminables caravanas, que dicen haberles oido por la noche. La piedra aullando de forma fantasmagórica y el viento susurrando bonitas palabras que sólo pueden ser de amor.
"Cuento del Viento y las Esfinges", el Reymono
Febrero de 2008
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licencia de Creative Commons.
Inspirado por las panografías sobre Persépolis de el WHTour, para el Patrimonio de la Humanidad de la Unesco.
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